viernes, 2 de septiembre de 2011

Rodolfo Braceli: Ese tren que nos abraza

A los “libertadores de expresión”, es evidente, no les caen bien las buenas noticias. Qué picardía. Qué vergüenza. Qué abundancia de pequeñez.

Ya cuando la noticia brotó hace semanas, pronto se traspapeló: se refería a la interconexión ferroviaria entre Argentina y Uruguay, y viceversa. El nuevo tren ya une Buenos Aires con la ciudad uruguaya de Salto, sobre el Río Uruguay.
Todo tren es sinónimo de arteria, de circulación sanguínea. Nuestro país en la última década del reciente siglo pasado cometió un insólito y bárbaro record mundial, pero al revés: la decapitación de miles de kilómetros de vías férreas. “Ramal que para ramal que cierra”, decía alevoso el Señor de los Anillacos. Esta hazaña se sumó a la aniquilación de la industria nacional, al regalo de YPF por chirolas (Yacimientos Petrolíferos Fifados), en fin, no sólo a la venta de las joyas de la abuela sino a la venta de la abuela también.
En el mundo entero el ferrocarril es señal de pulso, de vida. El tren que ahora une a Uruguay y Argentina,  encarna la materialización de un lazo fraternal entre países que hasta no hace mucho se daban un lujo inverosímil: pelearse, despreciarse, enconarse hasta el odio.
A este “Tren de los pueblos libres” hay que celebrarlo. Retomo conceptos que escribí hace cinco años en esta columna y en alguna de La Nación. Recordemos: Argentina y Uruguay entraron en agudo conflicto por las papeleras. La animosidad rebalsó a la discusión, nos acostumbramos a vivir en estado de litigio. En ambas orillas se fue cocinando a fuego lento un encono que iba para odio. La expresión “países hermanos” se nos trisó. Las coincidencias se desteñían y las diferencias se potenciaban hasta ensuciar el alma de nuestro aire de cada día. Porque el aire no es sólo el que respiramos. Hay otro aire. Creció la otra polución: dos sordos monólogos desfiguraron el diálogo. Esto socavaba un proyecto imprescindible: el Mercosur.
Razones había para discutir, pero prevalecía el fácil dedo de acusar. Los presidentes de ambos países, según el decir contundente de la vereda, estaban “agarrados de los güevos”. Y no dialogaban. Y crecía el resentimiento y engordaba el nacionalismo nacionaludo.
En medio de esa contienda sorda recordé cuando en Mendoza, chilenos y mendocinos celebrábamos cada 18 de setiembre el día de Chile. En la avenida Las Heras bebíamos, nos enamorábamos como diosmanda. Hasta que vino la casi guerra propiciada por mesías castrenses. Un general chileno dijo: “A estos pelucones les arrancamos la cresta sólo con los boyescout”. Un general pariente del Menéndez que regresó tan ileso y rozagante de Malvinas, dijo: “Cruzamos la cordillera, los barremos y en tres días nos estamos bañando en Viña del Mar”. Aquella guerra no fue, pero entre chilenos y mendocinos quedó el desprecio, maquillado por la mutua conveniencia del turismo.
El litigio por las pasteras tuvo su costado positivo: ¡por fin hablamos del medio ambiente, de un asunto crucial: la ecología. Los poderosos nos eligieron como tacho de la basura del galopante suicidio planetario. Estamos a merced de la negligencia crónica, por un lado, y de la desesperación por generar empleo, por el otro.
Discutíamos fiero entre argentinos y uruguayos, hace seis años. Y hasta nos mentamos la madre. “Somos hermanos mellizos”, dijo don Raúl Alfonsín. “Hermanos de placenta”, dijo don Pepe Mujica. Pero ojo al piojo: Rómulo se despachó a Remo y Caín a Abel. Los odios del mismo palo hacen estragos. Entre hermanos las heridas que no cicatrizan devienen en úlceras.

Discutimos mal, por papeleras y por aguas y aires podridos. Teníamos que revisarnos. ¿Por qué a mirar la paja en el ojo ajeno sin considerar la viga en el propio? Caray, como la caridad, la ecología empieza por casa. Los argentinos nos encandilamos con el búmerang-éxito de la soja y los uruguayos con el de las plantaciones industriales.
Discutíamos mal, jugábamos con fuego. Podíamos irnos a las manos porque en las dos orillas hay pelotudos, nacionaludos, dispuestos a perder los estribos. Podíamos caer en desgracias irreparables, ¿y después?
Era urgente que nos revisáramos hacia adentro. Lo hizo Galeano al declarar que “la idea de convertir al Uruguay en un centro mundial de celulosa es un disparate porque la celulosa es devastadora. Las plantaciones forestales nos van a dejar sin una gota de agua.” Por aquí, tanto para revisar. Somos un país que por monedas vendió pedazos de mapa que atesoran el mejor oro del futuro: el agua. Pero de pronto hablamos de ecología. ¿Espasmo de conciencia? Ser un país grandote viene siendo una maldita bendición. Dejémonos de joder: ser argentino o uruguayo es algo que le puede pasar a cualquiera. La cantidad de mapa es una casualidad. ¿Aprenderemos que haber nacido de éste o aquel lado es un puro azar?
Discutamos con pasión, pero sin mala leche. Cuidemos la otra ecología: hay ofensas que no cicatrizan.
Amigos hubo que dejaron de hablarse. ¿Cómo harían los esposos binacionales y los que tienen hijos en ambas orillas? ¿Acaso los nacidos de un lado son moralmente mejores que los nacidos del otro? Animosidad, encono, el caldo del odio. Allá lejos se relamían satisfechos. Parafraseando al sumo gaucho: seamos unidos, los hermanos, porque si no, nos devoran los de ajuera. A todo esto, no debíamos insultarnos la madre. Y más cuando la madre del otro es también la nuestra. Pobre mi madre querida.
La hermandad es un trabajo. Arduo. Y la esperanza también. Tengamos la grandeza de saber lo chiquito que somos.
La pesadilla del desgarramiento entre uruguayos y argentinos fue superada. Ese tren fraternal que nos enlaza es una flor de noticia. Gran noticia, en décadas. Pero la noticia es soslayada por los que dicen defender la “libertad de expresión”: ¡cuánta abundancia de pequeñez! No importa: ahí va ese trencito que es un abrazo diario entre hermanos mellizos, hermanos de placenta.

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