jueves, 1 de septiembre de 2011

El retorno de un viejo amor

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Ricardo Berrutti | 01/09/2011
Cuando el último tren de pasajeros pasó por la antigua y venerable estación de Durazno, muchos sentimos la misma tristeza que cuando se nos muere alguien a quien amamos.
El tren está ligado a los momentos más felices de nuestra niñez.
Cuando se iba para Montevideo, los vagones rebosaban de gentes de todo el norte, y, sobre todo, riverenses que llenaban el aire de los vagones con su pintoresco portuñol, que aun no había sido bautizado así.
Para nosotros eran “los bayanos”
Un viaje largo, aun para esta época de ómnibus veloces.
Los vagones aparecían multicolores, ruidosos, ahumados y bullangueros.
El bullicio alegre de la frontera.
Ropas coloridas hasta el encandilamiento, bolsos repletos de comidas, familias enteras, que trasladaban al vagón, toda su vida, gurises llorando, o corriendo, saltando entre los atados donde la familia llevaba no solamente toda la indumentaria, sino las botellas de “caipirinha” atados de barritas de “naco” para deslumbrar a los familiares capitalinos.
En el salón comedor, los hombres, con sus largos facones al cinto, bebían y jugaban cartas, o, simplemente, conversaban de sus parientes, de sus tareas, de sus caballos y otros animales, porque quién más quién menos, todos tenían su chacrita, y alardeaban de los carros de sandías, de los cajones de naranjas, de la seca o la lluvia.
A medida que el tren recorría con lentitud los kilómetros, ya todo el vagón se había familiarizado y las mujeres intercambiaban sus pasteles, las de la frontera llamaban al guriserío ensordecedor, y los aplacaban por un rato con ticholos, otras untaban sus panes caseros con “bananade” o dulce de membrillo, manteca casera y dulce de leche, mientras que las de más alejadas de la frontera, pavoneaban sus tortas fritas gigantes, sus pasteles de un hojaldre fino como papel, dorado y regado de azúcar como nieve.
El balanceo monótono del tren, invitaba al sueño.
Aquellos que habían brindado con sus compadres con caipirinha o caña blanca, eran los primeros en cabecear, y, a veces, a roncar estrepitosamente.
Pero siempre hay algún aguantador, que necesita alguna caipirinha extra, así, mientras preparaba el porrón, sacaba la barrita de naco, ese tabaco apelmazado oscuro y oloroso, que debe rasparse (para lo cual portaban unos enormes facones, bellamente labrados y de filo brillante) y con el que sacaban hebritas que luego desmenuzaban en la palma de la mano, y que vertían en una acanalada chala, que remataban con la indispensable atadura, una hebra de chala, que sacaban de la misma que sería el cigarro.
Una bocanada de ese humo espeso, bastaba para dejar el vagón envuelto en una niebla densa y sofocante.
Pero, claro está, nadie protestaba, sobre todo porque se podía deducir fácilmente que el facón no era solo para sacar hebras del naco.
Las estaciones se sucedían, Goñi, Pintado, Yatay…
La voz del guarda nombraba las estaciones más pequeñas, casi en un susurro, mientras que se hacía más poderosa ya cuando anunciaba –“Las Pieeedraaassss…”
Esos recuerdos parece que pronto serán una historia viva, de viajes, abrazos, encuentros y emociones, porque el tren de tanta nostalgia de nosotros que ha tenido, está empezando el regreso, y poco a poco, será un amor recobrado.

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