domingo, 17 de julio de 2011

Pánico en el AVE

Entre Albacete y Toledo ocurre lo que no sucede entre Nueva York y Washington 

Hace quince días salí en un tren AVE desde Albacete con destino Toledo.Ya me extrañó el poco movimiento que advertí en Albacete, que es una urbe grande y populosa, de casi doscientos mil habitantes.
El caso es que me subí al tren y me senté muy cómodamente. Iba con la modesta emoción del que apenas viajó en AVE y quizá por eso no me di cuenta de nada mientras buscaba mi plaza, me sentaba y acomodaba. Para entonces el tren ya volaba por los llanos manchegos.
Unos minutos después observé que no había nadie más que yo en el vagón. Caminé luego lentamente por el pasillo por ver si sorprendía a algún otro viajero medio acurrucado e invisible, pero a nadie hallé.
Me pareció muy raro, aunque no le di mayor importancia. Poco a poco, empero, y sobre la fastuosa marcha y el gran lujo de la alta velocidad -una experiencia que apenas conocen en muchos países ricos- me fui adormeciendo un poco.
Hasta que llegamos a Cuenca. Donde nadie subió ni bajó al tren: esta vez estuve atento. Cuando se reanudó la marcha, decidí ir a la cafetería. Y fue ahí, en ese avanzar por el convoy, cuando empecé a temer algo. Cuando creí que estaba viviendo un misterioso destino. Que no era Toledo.
Constaté entonces que no había nadie en los otros dos vagones. Eso sí, el camarero fue muy amable, como si se alegrara de verme. Le pedí un zumo de piña y cuando me lo sirvió empezó a deslizarse hacia una pacífica inexistencia.
Aún alcanzó a cobrarme, pero ya enseguida se fue llenando de vacío su rostro, sus manos, todo. Como si pasara a ser una transparencia. En ese estado aún le hablé, pero él ya no contestó.
Salí asustadísimo del bar, me dirigí hacia el principio del tren, buscaba ver a algún empleado. Incluso me hubiera conformado con oír las toses del maquinista o de su ayudante, algo así. Fue entonces cuando sospeché que el tren iba sin tripulación y que yo era la víctima de una terrible trampa.
Pensé que no pararía en Toledo, que luego seguiría por tierras ignotas, sobre vías férreas de la imaginación. Calibré que acabaría en el fondo del Atlántico, tras sobrevolar Portugal como un inmenso pájaro loco y férrico.
Pero no fue así. Llegué a Toledo y me bajé del tren con una alegría tan grande que me puse a llorar de la emoción. Estaba vivo, estaba entero, estaba en España, el único país del mundo que se propone conectar por AVE todas las capitales de provincia. Y de comarca.
Lo que no sucede entre Nueva York y Washington, ni entre Los Ángeles y San Francisco, conurbaciones donde viven treinta o cuarenta millones de personas, sucede entre Albacete y Toledo pasando por Cuenca. Sensacional.

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