viernes, 21 de enero de 2011

Historias del tren

Vicente Molina Foix y el dudoso rigor de los jurados de ciertos premios literarios

Historias del tren
JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN El tren y la literatura hacen buena pareja. Casi la misma buena pareja que Luis García Montero y Jesús García Sánchez (Chus Visor, para los amigos), encargados de coordinar buena parte de los premios literarios españoles, y entre ellos el de relato y poesía que organiza la Fundación de Ferrocarriles Españoles. Acaba de aparecer el volumen dedicado a los premios del 2010, que encabezan Vicente Molina Foix y, naturalmente, Felipe Benítez Reyes (Felipe Benítez Reyes, como Benjamín Prado, no puede faltar en ningún galardón con el que algo tengan que ver García Montero y García Sánchez).

Hasta hace poco tiempo había dos clases de premios literarios: unos daban dinero y otros prestigio (aunque también solían ir acompañados de dinero). A los segundos, por lo general, no era necesario presentarse. Y es que, en ese tiempo, un poeta ya reconocido no solía enviar sus libros a concurso. José Hierro, Ángel González, Francisco Brines, como tantos otros, se daban a conocer mediante un premio literario, pero luego ya solo recibían el Premio de la Crítica, el Nacional, el reina Sofía? Quienes seguían presentándose a concursos una vez que dejaban de ser jóvenes e inéditos entraban en otro escalafón: el de los Carlos Murciano, los Joaquín Márquez o los Manuel Terrín Benavides.

Hoy las cosas han cambiado y poetas que ya forman parte, o creen formar parte, de la historia de la literatura, como Guillermo Carnero, Luis Antonio de Villena o Jaime Siles no tienen reparo en competir por el Loewe, el Ciudad de Torrevieja o cualquier otro más o menos amañado y siempre sustancioso galardón.

¿Vale la pena leer el volumen que reúne los Premios del Tren en su edición del 2010? La pregunta no es ociosa. Todo buen lector, y cualquier librero, sabe que no suele haber mejor indicación de que un libro resulta prescindible que el que lleve la indicación de que es premio Tal o Cual (salvo, claro, si llega acompañado de más o menos planetaria alharaca publicitaria). Generalmente los únicos que se aventuran en esos volúmenes son los concursantes profesionales para tratar de averiguar los gustos de los distintos jurados.

«La ciudad dormitorio», de Vicente Molina Foix, es un relato costumbrista y ágil; no se lee con desagrado, pero resulta enteramente olvidable. ¿Es el mejor entre los cientos y cientos de relatos presentados al concurso? Eso es imposible de determinar. Entre los cinco finalistas que lo acompañan hay uno que acredita a un excelente narrador, «La sirena varada», de Félix J. Palma, y otros dos que cumplen una función exactamente contraria, «Boulette d'Avesnes o el gran reto de don Raimundo», de Cristina Mejías, una acartonada e involuntaria parodia de Agatha Christie, y «Trayecto inaugural», de Andrés Barba, narrador y ensayista de cierto prestigio que hará bien en esconder este volumen. Marta Sanz y Abilio Estévez demuestran conocer el oficio.

«Ciudades del sueño (y sombreros)», de Felipe Benítez Reyes, es un poema muy suyo, muy virtuosamente manierista. Tiene poco que ver con el tema del concurso, pero menciona la palabra «tren» y eso parece suficiente para cumplir con las bases: «la irresolución de la madrugada / que cruzan unos trenes nigrománticos». Con sus gotas de humor y onirismo, con su sabia retórica, da la impresión de que está escrito siguiendo una fórmula, la habitual receta de la casa.

Otra fórmula muy distinta emplea Enrique Baltanás, que no publica un poema, sino una serie que habla de trenes reales y de trenes metafóricos, como el de la muerte, al que al final del soneto «La vida retirada» se pide que llegue con retraso. Enrique Baltanás escribe en un lenguaje claro, respetando la métrica tradicional, no desdeñando la anécdota ni las emociones consabidas. Se le lee siempre con gusto, pero quizá abunda en poemas predecibles desde el primer verso: «Los años van pasando como trenes veloces?»

Habilidoso resulta Josep M. Rodríguez en «Nocturno y tren», un ejercicio de concisión e ingenio, tanto más efectivo -algo frecuente en cierta poesía- cuanto con menos atención se lee.

Más interés que la mayor parte de los textos premiados presenta la primera parte del prólogo -la segunda nos cuenta los muchos galardones que han recibido anteriormente los galardonados-, esbozo costumbrista sobre los antiguos viajes en tren y apunte para una historia de las relaciones entre el tren y la poesía, con el regalo de un espléndido poema de Juan Ramón Jiménez.

Por una vez, y sin que sirva de precedente, he tenido la curiosidad de leer uno de esos volúmenes colectivos en que se amontonan los cuentos y poemas premiados en algún concurso. No es experiencia que aconseje a nadie, salvo como curiosidad.

En literatura, como en cualquier otra actividad, todo lo que no es necesario estorba. La Fundación de los Ferrocarriles Españoles, si quiere ayudar a los escritores, podría sortear anualmente, entre todos los que viajan en ferrocarril, un primer premio de 15.000 euros, un segundo de 5.000 y cuatro accésits de quinientos. Cumpliría la misma función de mecenazgo y nos ahorraríamos una heterógenea miscelánea anual y el mal ejemplo que para los jóvenes ambiciosos y para cualquier escritor menesteroso supone leer algunos de los textos premiados.

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