lunes, 12 de marzo de 2012

Ferrocarriles

Por Benito Martín Salagaray - LE 4.221.059
Entre 1863 y 1890 se crean y expanden, a lo largo y ancho de nuestro país, diversas líneas férreas, transportando millones de toneladas de productos surgidos de nuestra tierra que sirvieron de nexo eficaz para llegar a recónditos lugares, acercando entre sí a sus pobladores y llegar a los puertos con mercaderías para exportar.

Durante la presidencia del Gral Urquiza se hicieron las primeras tentativas para el tendido de las vías, pero recién en 1857 se efectiviza en una extensión de 10 kilómetros la circulación de ese transporte, que partía de la actual plaza Lavalle (teatro Colón) de la Capital Federal, hacía el Oeste. Esa línea tendida con sus respectivas prolongaciones, se denominó “Ferrocarril Sarmiento”. 

En 1863, un señor de ascendencia inglesa llamado Wheelwright, obtuvo la concesión para la construcción de vías férreas. Es ahí que con capitales de origen británico, se lleva a cabo la casi totalidad del tendido férreo dentro del ámbito nacional. 

En 1880 el país tenía 2.500 kilómetros de vías férreas. En 1910 llegó a los 28.000 kilómetros. Luego, la Argentina ocupó con sus más de 42.610 kilómetros, el octavo puesto en el mundo por la extensión de sus vías férreas, después de los Estados Unidos, Rusia, India, Canadá, Alemania, Francia y Australia. La locomotora había desplazado definitivamente a la carreta y la diligencia.

La ley 5.315, sancionada en el año 1907, proyectada por el ingeniero Emilio Mitre,   hijo del prócer, uniformó el régimen legal de las concesiones ferroviarias; introducía una innovación que habría de resultar trascendente: la formación de un fondo aportado por los ferrocarriles en proporción a sus ingresos, para la construcción de caminos. ¿Qué caminos eran esos? Los mismos servirían de acceso a las estaciones ferroviarias. Eran cortos y breves, pero eran caminos. Si su construcción favorecía a las empresas, incluidas las ferroviarias, no es menos cierto que también favorecieron, con creces, al entorno de la población cercana. 

Durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón se nacionalizaron la totalidad de los servicios públicos que estaban a cargo de empresas privadas, entre ellos, los ferrocarriles. No quedó nada sin estatizar; compramos chatarra a precio de oro. Se destruyó conscientemente uno de los patrimonios de mayor valor con que contaba la Argentina, a nivel mundial.
 
La gran mayoría de los usuarios, a partir de esa nacionalización, prácticamente lo hacían gratis, pudientes o no. Ahí se inició el populismo, a cambio de votos. Muchos años después, otro presidente, Carlos Menem, volvió a la privatización, por medio de contratos, hechos probablemente a medida para los amigos de turno, en especial las afectadas a los servicios públicos a cargo del Estado; dando la sensación de que sucesivos gobiernos siguen la misma línea hasta el día de hoy.

No se les exige a esas nuevas empresas contraprestaciones claras a los efectos de salvaguardar lo que queda del patrimonio nacional. Hoy el transporte ferroviario con respecto a cargas en particular prácticamente es insignificante por el abandono que se hizo de ese servicio, ante los sucesivos cambios de marchas y contramarchas por parte de los poderes ejecutivos.

Con respecto a los servicios de media y larga distancia para pasajeros pasa otro tanto. El Gran Buenos Aires dispone de un servicio urbano sin un adecuado mantenimiento preventivo para satisfacer un movimiento diario del orden de los dos millones de usuarios aproximadamente; éste se encuentra colapsado. El material rodante obsoleto que otros países lo desechan, nuestros funcionarios de turno los compran y “licitan” para reacondicionarlos; muchos de estos aún están arrumbados y esas personas pasean lo más campantes.

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