martes, 20 de septiembre de 2011

El tren, nave de los olvidados

Por Hector Guyot  | LA NACION

Tomo el tren que va de Tigre a Retiro todos los días hábiles desde hace por lo menos 15 años. Me toca ser testigo involuntario del deterioro cotidiano de los trenes y del servicio. Cada día se viaja un poco peor. La razón es sencilla: los trenes se rompen un poco más cada día y nadie se ocupa de arreglarlos. Nos hemos acostumbrado a los asientos despedazados y a los pasamanos flojos. También lo que escapa a la vista se deteriora: no es raro que durante el viaje haya un estallido, una lengua de fuego se alce desde abajo hasta la ventanilla y todo huela a quemado. Ahí el tren se detiene. Encerrados, apretados, los pasajeros esperan. Diez minutos, veinte, media hora. Hay que armarse de fe, porque ningún representante de la empresa concesionaria se tomará el trabajo de explicar nada.
Abandonados a su suerte (como los pasajeros), los trenes son aquí una especie en extinción. Ya ni se pide el boleto al llegar a Retiro. Ya ni te lo venden: cada vez es más común toparse con un cartelito en la boletería cerrada: "No hay monedas". Aun así, las viejas y castigadas bestias siguen rodando. Pero, como están las cosas, sólo es cuestión de tiempo: un día dirán basta y ahí quedarán.
Ese día tal vez las empresas ni se enteren, tan divorciado está su negocio del servicio que deben prestar y del boleto que paga el usuario. Tal vez el Gobierno tampoco. Gobierno y empresas quizá sigan ocupados en el negocio que los ocupa, que, como se sabe, es la entrega de los millonarios subsidios oficiales: en lo que va del año, las concesionarias Metrovías, Ferrovías y Trenes de Buenos Aires recibieron 3362 millones de pesos, casi 13 millones por día. Y tan ocupados en el negocio parecen estar que, según informó el sábado este diario, no advirtieron que no existe documentación que ofrezca al menos sustento formal a semejantes subsidios: los contratos de concesión están vencidos desde hace casi diez años.
Con contratos o sin ellos, el dinero sigue fluyendo y la cuestión es hacia dónde. ¿Dónde termina esa plata? El interrogante es más pertinente que nunca, porque no hay duda de que el deterioro, el abandono y la falta de mantenimiento que se experimentan en el simple ejercicio de abordar un tren jugaron su parte en el accidente de la semana pasada en las vías de Flores, donde el choque entre un colectivo y dos trenes dejó once muertos y más de 200 heridos.
Tras el accidente, la concesionaria TBA y el Gobierno salieron rápidamente a sacudirse de encima las responsabilidades y apuntaron, sin que les temblara el pulso, al factor más vulnerable: la imprudencia del chofer del colectivo. ¿Y la ausencia del guardabarrera? ¿Y la barrera medio levantada y rota? ¿Y los soterramientos que siguen pendientes y cuya postergación condena a nuestros trenes a viajar igual que hace 80 años cuando alrededor, empezando por la cantidad de vehículos en la calle, todo cambió? Como si esto fuera poco, un reconocido periodista que vive por la zona del accidente comentó entre colegas que detenerse en esa barrera a determinadas horas es exponerse a sufrir un asalto.
De cualquier modo, lo más significativo de las reacciones de las autoridades y la empresa involucrada fue que actuaron como si existiera un sistema, cuando los usuarios de los trenes nos tenemos que conformar con los restos de un sistema que parece haber sido abandonado. Y que, obviamente, es abandonado por aquellos afortunados que pueden hacerlo: según datos recientes, en agosto del año pasado se vendieron 5,22 millones de boletos en el ramal Mitre, mientras que el mismo mes de este año se vendieron 4,45. Un 15% menos. Aquellos que pueden escapar del tren escapan, pero a las empresas no les preocupa porque la mayor parte de sus ingresos corresponden a los subsidios.
Este gobierno, que se dice popular, podría haber rescatado a los trenes del castigo que sufrieron en la década del 90. Sin embargo, eligió a los camiones.
Se sabe, aunque se olvida: los costos de la corrupción los paga la gente. Mientras los trenes sigan rodando, nos resignaremos -como a tantas otras cosas- a viajar un poco peor cada día. Sin embargo, más allá de la pérdida de calidad de vida y de las vidas concretas que se pierden, el deterioro del sistema ha profundizado la división entre dos países. Porque los trenes, que supieron ser plurales y democráticos, puntuales y seguros, limpios y ecológicos -además de un factor crucial para aliviar el saturado tránsito de las calles-, se han convertido en el penoso último recurso de las franjas más postergadas de la población, de aquellos que no pueden permitirse el lujo del vehículo propio. Los trenes se han vuelto el transporte olvidado de los olvidados, que en el país que crece a tasas chinas cada vez parecen más.

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